Ferran Cremades
PROGRESO
Tal como somos
Ferran Cremades i Arlandis
Cauteloso y en silencio, el pintor decide no tomar asiento en el banco de la plaza y anda errante de una parte a otra de la ciudad. Un aguacero de luces residuales se ha precipitado sobre un escenario de postales exóticas y lo ha sumergido en una atmósfera más cercana al fondo de un abismo que a un Mediterráneo siempre renaciente entre olas luminosas y fuegos de artificio. De la noche a la mañana, Valencia se ha convertido en una ciudad fantasma. Un resplandor de extrañamiento hace irreconocible el lugar de la juventud.
Algunos años más tarde, las figuras de complexión atlética que reflejaban el triunfo de la belleza física, salen del estudio del pintor. Despojadas de todos los disfraces, la mano del pintor las perfila, las ilumina con una llama sutilmente cálida, las petrifica en la desnudez escalofriante de la soledad. Tanto es el desamparo, que la rigidez de los músculos se ha roto y los cuerpos ya sólo son masas de sombras que apenas pueden soportar el peso de los víveres, formas flácidas que se arrastran al tiempo que acarrean el carrito de la supervivencia.
La mirada ya no se eleva, como antaño, hacia el cielo del deseo ni se pierde al encuentro del misterio ni se mantiene ingrávida en la embriaguez del éxtasis, sino que se desvanece en el gris de la ausencia. Sus modelos son ahora transeúntes que huyen a ninguna parte, que regresan hacia el interior de su propio naufragio, que exhiben la frialdad del desamparo. Son evas y adanes sin ningún paraíso que los ampare.
El pintor se percata entonces de le evidencia de una verdad y da fe de ello: todo ser expuesto al devenir es materia de desproporción. Los vientres marmóreos sacudidos por el placer se han abultado y las nalgas que un día derrocharon danzas carnavalescas ya no provocan desvelos. Conscientes de su propio fracaso, los cuerpos se convierten en muñecos satíricos que en su actitud estática se afanan a contemplar la gran falla del arte antes de la hoguera final.
Si alguna vez la acción del pincel les obliga a girarse lo hacen tímidamente y no parecen tener la menor intención de sorprenderse de nada. Tanto los habitantes de la ciudad como los viajeros que la visitan parecen haber perdido el sentido de la orientación. De hecho, nadie sabe responder al turista que una y otra vez importuna preguntando por la ubicación del paraíso.
Lo único que queda de sublime es el espejo de una naturaleza –la única memoria− como siempre vibrante en colores, fotogénica, que se obstina en recordarnos que el paraíso fue real en el origen de los tiempos. Una naturaleza que acaba por entregarnos desnudos al mundo, como nuestra madre nos parió. Como en las catedrales, hay algo en el interior del Mercado Central que nos remite a lo sagrado. Los frutos de la tierra se nos ofrecen en pirámides bien definidas o en racimos desparramados sobre puestos y tenderetes que evocan el misterio de los altares primitivos, las ofrendas a los dioses creadores de la noche y de las tempestades.
Con sus ojos dotados del prisma del arte, el pintor va más allá de las apariencias, nos arranca el disfraz de lo ilusorio y nos proyecta la otra cara de la película, el espejo de lo inconfesable. Como hombre de su época, es consciente de que vivimos un tiempo de naufragios, donde las naves de los sueños han encallado y tenemos el alma anclada en el puerto primigenio de la supervivencia.
A primera vista nos parecen seres venidos de otro planeta, sombras del futuro, pero cuando nos acercamos a ellos tenemos la impresión de estar contemplándonos a nosotros mismos a través de uno de esos espejos de feria que deforman caprichosamente nuestros sueños. Hay en todas estas figuras la premonición de un gran vacío que nos horroriza. Como si al doblar la esquina que nos lleva al nuevo milenio tuviéramos la certeza de que los paraísos ya no existen porque nunca existieron.
Con sus pinturas –elaboradas con la serenidad de quien se siente más sabio que inmortal−, el pintor pisa el territorio de lo visionario, de lo que siendo real nos parece extrañamente ficticio. Progreso nos retrata tal como somos. Y, sin duda, somos algo diferente de lo que un día –tal vez ayer mismo− soñamos.
La música de esta ciudad del desamparo es el silencio, roto por la respiración descompasada de los transeúntes o por los espejos que se hacen añicos. O tal vez por el zumbido estridente de los insectos que devoran la memoria. Por qué no por la voz desgarrada de una soprano que se confunde con el estallido de la carcajada final de un pintor que echa a temblar las vanidades que han deslumbrado a este siglo.
Al día siguiente, al amanecer, todo seguía igual. El regreso del hijo pródigo fue el último cuadro que pintó Progreso. Un mes y medio antes de cerrar los ojos. Después hizo otro que era como un esbozo, un deseo de seguir, un intento de síntesis abstracta, inacabado. Y después nada. Excepto una línea en un papel en blanco donde casi solo se adivinaba un personaje.
©Ferran Cremades i Arlandis
Ciudad Jardín AUSIAS MARCH, otoño, invierno 1997