Ferran Cremades
Enric alfons
Itinerario sin fín
En homenaje a Enric Alfons
Escrito en el primer aniversario de su muerte
A la orilla del mar, con los pies hundidos en la arena, el niño pintor intenta atrapar con las manos una luz acuosa que se le escurre entre los dedos. Algunas tardes, durante las horas interminables de juegos al aire libre, entre acequias y campos que rodean y adornan las calles del pueblo, persigue el vuelo de las libélulas y las mariposas que se pierden en el azul del cielo. Así, pues, al principio existió la luz y el movimiento, y luego, la convicción de saber que se dedicaría para siempre al arte de la pintura.
En un tiempo de interrogantes y de hallazgos, bajo el cielo aún plomizo de la dictadura franquista, llegan los viajes de ida y vuelta a París como una necesidad casi biológica. Entre otras cosas porque le ponen en contacto con un mundo donde el encuentro con diferentes culturas favorece la eclosión de una vida artística rica en la que confluyen múltiples tendencias renovadoras.
El año 1981, tras recibir el Premio Alfons Roig de la Diputación de Valencia, Enric Alfons se dejó arrastrar por los sueños que marcarían el comienzo de su gran aventura. Sin cautela alguna, se apresura a viajar al laberinto de la medina de Fez, donde habita la esencia de lo que es primitivo, puro y misterioso. Sabe que, tras un tiempo de fantasías orientales, dos guerras europeas y una guerra civil, el mejor rasgo de la cultura siempre ha sido la curiosidad por el Otro. Por eso rechaza el espíritu tan enclaustrado de la cultura española, donde tanto lo árabe como lo africano nunca han sido vistos como algo enriquecedor, sino como algo peligroso y amenazante, y se muestra decididamente favorable al mestizaje cultural. Sin duda alguna su retrato biográfico está trazado por las olas de ese mediterráneo inolvidable, que los árabes llamaban El mar de las dos Orillas. De este modo, se aleja de los prejuicios de muchos intelectuales occidentales, y se dispone a abrir un camino, lleno de peligros y de descubrimientos, en su itinerario sin fin.
Para Enric Alfons, todo viaje es siempre un buen augurio. La plaza de la Puerta Azul está animada. Con el equipaje en las manos, contempla la actividad incesante que le rodea. Por todas partes se oyen gritos, se arrastran maletas y bolsas variopintas, se afanan en subir o en bajar del autobús o del taxi. Con expectación observa el bullicio y el ajetreo de comerciantes, clientes y turistas que se adentran en la medina. En las terrazas de los restaurantes huele a café turco y, de pronto, hay un soplo de menta fresca para el té. Le asombra la sobriedad de las chilabas y gandoras de los nativos que van cargados con fardos de todos los tamaños. A ambos lados de la plaza, la vieja muralla serpentea alrededor de la ciudad antigua. La majestad de la Puerta Azul contrasta en gran manera con los tonos ocres. La polvareda de los tiempos ha oscurecido y hasta petrificado el color del barro.
La estructura de la medina es laberíntica, de casas sin ningún tipo de ordenación ni planificación, que varían de manera caprichosa de anchura y de dirección hasta terminar en callejones sin salida. Incluso con un plano en la mano es imposible descifrar el caos. El pintor viajero se deja arrastrar por la marea humana que desciende por las callejuelas, algunas de ellas cubiertas de telas o tablas de madera que obstruyen tanto la entrada de la luz natural como la del aire. Las llamas de los rojos se apagan con las sombras de los azules. Las tiendas de los especieros se suceden sin interrupción pegadas unas a otras, como una hilera de simples cajas abiertas. Hay toda una paleta de colores y aromas penetrantes que en el pasado los mercaderes traían de la India a Europa como mercancía sumamente preciada.
Cada día, tras dejarse llevar por el incesante ajetreo comercial, se acerca al mostrador del café Attarín para pedir un té a la menta. Desde fuera examina el local, con sus clientes sentados en las mesas, absortos en una partida de dominó o la baraja española de naipes. Un ámbito atractivo y vivaz del que no se siente excluido. Hoy viste una gandora azul desteñida que resalta aún más la nitidez de su figura.
De pronto se hace un silencio absoluto y todo se detiene por un instante. Todas las miradas se precipitan en el gran ventanal. Y es entonces cuando uno se percata de que la contemplación forma parte de la vida cotidiana de Fez. Enric Alfons dice sentir una poderosa fascinación por los lugares públicos. Le encanta ejercer la función del mirón. De hecho ahora lo hace por partida doble, con un ojo presencia los juegos del interior y con el otro observa con cierto desvelo el paso elegante de las mujeres envueltas en sus velos.
Cuando apura el segundo té a la menta, se percata que tiene cierto regusto empalagoso y percibe en el interior del Attarín una nube invisible que tiene el sabor de una substancia opiácea.
El aleteo de las cejas es la manifestación de un mensaje cercano a la urgencia de lo imprevisto. El velo de las mujeres no sólo oculta las formas y los años, sino también la naturaleza del deseo. De pronto en su interior se han activado los resortes de una fascinación que le lleva a perderse en el laberinto.
En Fez las previsiones de distancia, tanto en el tiempo como en el espacio, son siempre muy relativas. El pintor vive no muy lejos de la mezquita Al Karauín. El apartamento apenas tiene muebles. Es pequeño, acogedor y está bien orientado. La luz de la ventana, por la que se asoman las hojas de una higuera, se refleja en el salón. Un par de alfombras vistosas, con dibujos florales, tapizan las losas desgastadas por el tiempo. El pintor habla ahora de cómo se ha alejado de una pintura figurativa para viajar hacia la abstracción. En el salón comedor hay una confusión de telas vírgenes apoyadas contra la pared. En un ángulo se puede ver una mesa baja, hecha de cajones de madera, llena de imágenes de Fez, carretes de fotos, algunos libros, un bloc de notas y un maletín con una profusión de tubos de pintura abiertos sobre la primera página de un periódico con caligrafía árabe. En el aire se nota el fuerte olor a oleos y trementina que hay en cualquier estudio de pintor. Se escucha el goteo continuo y lento del grifo de la cocina en un cubo de plástico azul. Pese a la aparente fragilidad de su cuerpo, el pintor se muestra como un hombre capaz de soportar todas las incomodidades e insuficiencias de su alojamiento con el fin de lograr sus objetivos. De hecho se siente como en su casa. Todo el ambiente, a causa de la luz de las velas, se cubre con un halo de sombras.
Tras observar todo lo que le rodea, uno se dispone a contemplar su obra. Las pinturas están recién pintadas y las miradas de las figuras parecen espiar hasta el mínimo suspiro. Las pinceladas más gruesas parecen deslizarse todavía. La curiosidad se torna intriga. Es una serie sobre rostros cubiertos de velos y a la vez translúcidos. Las figuras, insinuadas más que representadas, poseen la maleabilidad de la arcilla y la potencia sagrada de las piedras preciosas. Todas ellas tienen como referente el cuerpo de una virgen que se exhibe en su trono escaparate, la noche de bodas. Su expresión tiene un efecto hipnótico. Al mismo tiempo que te sobrecoge, te arrastra al abismo. En su rostro esboza la mirada del asombro. Uno no sabe qué decir y permanece callado, mirando largamente aquel cuadro que lleva por título La Mariée de Fes. La asimetría de los ojos traza un deslumbramiento que refleja el poder de extrañas fuerzas.
Tras colocar sobre la mesa dos velas metidas en un candelabro de cerámica, prepara dos cubatas que deja junto a un bol azul lleno de pinceles, no lejos de la paleta donde uno puede ver pequeñas cordilleras de colores alineados como flores abiertas en un jardín. Luego pone un casete de música de tambores y flautas que acompaña una delicada salmodia. Dice sentir una atracción desmedida entre lo misterioso y lo ancestral.
Fruto de aquel viaje, que compartimos con la bióloga Pura Ripoll el verano de 1982, en pleno mes del Ramadán, fue la exposición DEESSA MÀSCARA, patrocinada por la actual Caixabank en Valencia, el año 1984.
Uno de sus desafíos fue quebrar la rigidez que suponen los lenguajes establecidos, así como las fronteras inquebrantables que le alejaban de la búsqueda del Otro. Este camino, no sin sus peligros y vericuetos, le llevaba a comunicarse con gente de la cultura que había elegido la misma orientación en su práctica artística y vital. Recuerdo que en un encuentro de escritores del Mediterráneo, se me acercó el mismo Juan Goytisolo para comentarme que había recibido la visita de Enric Alfons en su casa de Marrakech. Todo un placer ante el compromiso de la hospitalidad. El cuadro que le ofreció fue un regalo precioso e inestimable. Allí compartieron sus proyectos y sus anhelos. La búsqueda del Otro no tenía límites. Se sentaba al lado de los inmigrantes agrupados en la orilla de Tarifa, esperando la puesta del sol para embarcarse buscando una estrella que les llevara sanos y salvos a la otra orilla. A veces le deslumbraba el montón de unos zapatos, sandalias o babuchas que eran testimonio de una aventura desmedida.
Más tarde emprenderá un viaje a Túnez como antes lo hicieron, entre otros, los pintores Paul Klee o August Macke. Enric Alfons aprovecha el largo silencio para evocar los oasis de la isla de Gerba. El pintor lleva siempre consigo un cuaderno para atrapar tanto las maravillas descubiertas como las vivencias imborrables. Como esos antiguos viajeros que andaban por tierras extrañas para llevar a sus ciudadanos noticias de otras culturas y otros países. De una forma plástica nos relata sus viajes. Hay días que el camino es tan estrecho que uno se hunde en la desazón. Y días que el camino es tan ancho como el horizonte. Ya de regreso, y en la intimidad creativa de su estudio, buscará convertir algunos bocetos en verdaderas obras de arte.
Cada país que visita es todo un descubrimiento. Ha seguido los pasos del sol africano hasta llegar a los confines del Sahara, en Argelia. Hasta se perderá en las dunas infinitas de Mauritania. Cada día es toda una vida. Una aventura en la que no sabes si vas a sobrevivir o a volar. El camino es largo y rodeado de montañas rocosas. Su desafío alcanza hasta los lugares más inhóspitos, donde continuamente estallan conflictos y la sociedad se hunde en la pobreza más sombría. Como aquellos días de 1991 en Kurdistán.
Conocido como el pintor viajero, Enric Alfons regresará a Europa, no sólo para sentir esa parte de su identidad como occidental, sino también para descubrir y ahondar en los cambios que la inmigración va produciendo en los barrios más marginados de las grandes ciudades. A principio de los 90 visita el jardín de su amada París. Luego se desplaza a Londres. Incluso en Valencia, ciudad donde reside, siente la necesidad de acercarse al Otro y de averiguar en qué situaciones se desenvuelve y para saber si los sueños permanecen intactos.
Más tarde viajará a Albania, buscando entre lo inhóspito, el abrazo de un amigo, la bondad de una familia, capaz de ofrecerte lo poco que tiene, compartir el privilegio de la vida. Es la cara y la cruz de esos relatos de viajes que se han encargado de mostrar la belleza de lo más grande y también de narrar a voz en grito la miseria de la vida. Nos habla de esos instantes sublimes que con el tiempo se tornan inolvidables. Con serenidad suelta un largo suspiro antes de relatar la travesía que hizo por el Tassili.
El nuevo milenio le deparó la plenitud de gozo con el nacimiento de sus dos hijos. Pero la felicidad no duró mucho, pues pronto le asaltó una cascada de sentimientos encontrados. La vida, como la rosa, tiene también sus espinas. Una serie de circunstancias adversas le fuerzan a resguardarse en su lugar de residencia, como un puerto donde anclar sus anhelos. Las altas mareas ya no se producen en los océanos, sino en el ámbito de lo personal. Apenas puede embarcarse en una nueva aventura. Tal vez por eso busca rodearse de aquellos emigrantes con los que había compartido tantos sueños y tantos miedos. Todo lo vivido regresa de nuevo como una memoria imborrable. Los lugares que descubrir no son más que una esperanza. Un querer volver a Allá lejos. El pintor se siente abatido ante la amenaza de poder perder lo más querido. El viaje ya no es hacia los horizontes sin fin, sino hacia un corazón malherido que se resiente con sus temores.
Sus retinas todavía retienen aquella explosión de colores y de figuras que surgen de la opacidad terrenal. El arte nace de la fragilidad de la vida. Todo eco no es más que el grito prolongado y lastimero de un ser solitario condenado a vivir con la crueldad. Aquellas figuras se imponen por su plasticidad y reflejan la presencia de poderes ajenos a su control. Ahora nos muestra sus cuadernos de notas, dibujos y tablillas hechos in situ. Algunas frases, algunas palabras sueltas, algunos esbozos que evocan movimientos de ambientes. Las noches oscuras y tormentosas. La marea humana de refugiados que buscan una estrella para proseguir el camino que les llevará al paraíso. Los naufragios sin fin. En las playas de Tarifa se ven ropas de toda clase y zapatillas de colores variados.
Pronto, el espacio mítico de la infancia se revela como un territorio en conflicto. Donde antes ondeaban los sueños, se levantan ahora muros implacables.
Tras años de dar tumbos por varios países, el pintor, a través de un viaje interior, regresa de nuevo al corazón de la medina de Fez, como el náufrago que arriba a su puerto protector. Huye del dolor y de la hostilidad de un mundo implacable. Un día más se detiene ante la pintura de la virgen que se exhibe en su trono escaparate, la noche de bodas. Se siente incapaz de contener esa lágrima que ahora asoma a sus ojos y se desliza mejilla abajo mientras espera la revelación de su secreto más íntimo. Luego se hace un silencio absoluto. Al tiempo que revive las primeras sensaciones de la infancia, se quita los zapatos y camina con los pies descalzos. Hijo de la memoria, lo imaginamos a la orilla del mar con la mirada perdida en el horizonte vislumbrando la línea azul del infinito.
©Ferran Cremades i Arlandis
Ciudad Jardín AUSIAS MARCH, otoño 2017
A sus hijos Álex y Joan.
A Encina, su mujer.