LIBRERÍA ISADORA
ELOGIO DE UN ESPACIO
Ferran Cremades i Arlandis
A Aurelio y a Michel
Le fruit le plus agréable
et le plus utile au monde
est la reconnaissance.
Ménandre.
i
Aún recuerdo que aquel lunes salí de casa al mediodía. Tras una larga noche de desvelo, me desperté con cierta inquietud, pues hacía días que buscaba una salida a la situación estancada en que vivía. Así que, tras tomar un café humeante en uno de los muchos bares que había en el corazón de la ciudad, cogí la calle la Paz y nada más girar la primera bocacalle, me adentré en una pequeña plaza peatonal y tranquila que parecía formar parte de un laberinto de callejuelas. No era la primera vez que hacía tal recorrido. Por eso me sorprendí al descubrir de pronto una tienda de libros. Aquel hallazgo me pareció fruto de la magia, pues no tenía conciencia de haberla visto antes. Había dos escaparates mínimos que escoltaban la puerta sobre cuyo dintel se alzaba el nombre ISADORA, que evocó en mi mente una luz ondulante. Un toldo de rayas blancas y azules aportaba cierta calidez mediterránea. Aquel espacio estaba como envuelto por cierta ingravidez, sin duda alguna por el efecto de la luz que desprendía. La puerta de cristal permitía ver un interior encendido que en el acto despertaba nuestra imaginación. Me gustan los lugares sencillos y acogedores, por lo que no dudé en entrar, sin saber realmente qué buscaba ni qué iba a encontrar. Al abrir la puerta, percibí un oleaje de perfume fresco y un silencio inusitado que nos advertían de que algo maravilloso estaba a punto de ocurrir. Apenas me atrevía a hacer ruido. Miraba las portadas de los libros y hasta ojeaba algunas páginas. Esa era mi manera de elegir lo que desconocía. Lo que me pareció curioso fue que, sin preguntar por ningún título ni revelarle mis gustos literarios, el librero me ofreciera una colección de relatos góticos. Le miré con cierta perplejidad y me encogí de hombros, dándole a entender que yo no había hecho ningún pedido. Un buen librero sabe qué libros quiere el lector. Eso me dijo. Al salir me quedé mirando el letrero de diseño modernista, obra del artista y cineasta Rafa Gasent, a quien los libreros consideraban un amigo y hasta un hermano de toda la vida. Aquella noche regresé a mi casa con la certeza de que una ciudad no puede ser perfecta si no tiene librerías.
ii
En poco tiempo, puesto que ya conocían mis gustos literarios y mis temas preferidos, sentí cierta familiaridad con los libreros. El trato era amable y el gusto, exquisito. Ir allí era como visitar a unos amigos que te habían invitado a tomar el té. Toda una ceremonia. Hijos del Mayo del 68, Aurelio y Michel se conocieron en una librería del barrio latino. De hecho, ISADORA nació en París, fruto de un acto de amor y osadía, que tenía como referente a una Isadora Duncan, nacida de las olas y esculpida por el viento, que era la musa de la danza y de la libertad. En aquellos tiempos, con una Francia que ofrecía el sueño de la imaginación al poder y una España que buscaba nuevos horizontes, era todo un privilegio crear un espacio de emancipación total, lo que implicaba estar dispuesto a correr una serie de riesgos.
Cada día que visitaba la librería, tenía la sensación de conocer a todos aquellos seres que quizá veía por primera vez en mi vida. De las lámparas de diseño emanaba una luz tamizada, tan mística como esotérica, que convertía las paredes en un laberinto de libros que ocultaban en su interior todo un mundo de secretos y maravillas. Se escuchaban las voces de los personajes o los rumores de una extraña melodía. Se contemplaba la belleza de los paisajes, como un río que buscaba el horizonte del mar. El silencio que reinaba otorgaba a aquel espacio una paz sagrada anhelada en un tiempo de convulsiones sociales. Envueltos por aquella luz, nos sentíamos protegidos, libres de cualquier peligro. Allí nacían amistades tan sinceras como duraderas y desamores que se desvanecían en sonrisas huidizas. Cada día que pasaba uno se afanaba en avivar el sueño de tocar el cielo con las manos.
Aquella tarde de primavera, el librero eficiente me había preparado unos volúmenes que creía que me podían interesar. El paquete, que acababa de dejar sobre una mesa de escritorio que tenía dos cajones, iba atado con un papelito en el que había escrito mi nombre. Acto seguido me invitó a sentarme en el sillón de estilo que había en el rincón del primer rellano. Más que una compra parecía un regalo. Cuando lo abrí, me percaté que estaban justo los libros que había escrito en una lista que acababa de sacar del bolsillo de mi chaqueta. Hojeaba los libros de literatura y ojeaba los libros de ensayo. Levanté la mano con timidez. Mi mirada se dirigió hacia el librero adivino, que asintió, dándome a entender que los había elegido previamente.
iii
Alguien, que acababa de llegar, se sorprendió al verme por primera vez, pero con aplomo y firmeza bajó unos escalones. Me quedé quieto, mirando la pequeña escalera que daba a la trastienda. No hace falta ninguna llave para abrir la puerta, eso me dijo el librero al bajar los tres escalones. Los libros prohibidos que venían de Argentina, Méjico o París permanecían ocultos en la sombra. Entre otros títulos, descubrí “La muerte de García Lorca”, de Ian Gibson, y “La Guerra Civil Española”, de Hugh Thomas, ambos publicados por la editorial Ruedo Ibérico.
En la hora de la despedida, te invitaban a mirarte en el espejo antiguo, con molduras de madera, para recomponer tu figura. ¡Vete con cuidado! Ese libro es la llave de un sueño, pero si te pillan te abrirá la puerta del infierno. Salía de aquel espacio con un par de libros en la mano. Aquellos pájaros enjaulados desplegaban las alas de su libertad, recorrían las calles o sobrevolaban las azoteas de la ciudad para perderse en un cielo gris con nubes negras que amenazaban con descargar las fuertes lluvias del otoño.
En ISADORA no sólo había libros, sino también vida. Un adolescente, ávido de belleza y sueños, aprendía cuál era la verdadera dureza de la vida, al tener que comprar los siete volúmenes de “À la Recherche du temps perdu” con la suma de los jornales de dos semanas recogiendo naranjas en el campo. Pero leer a Proust es un regalo por partida doble. Al placer de la lectura se une la impresión de que uno se convierte en un ser diferente y único. Lo que venga después ya es fruto de los azares que a uno le guarda la vida. Un día, dos estudiantes de economía robaron dos de los tres volúmenes de “El Capital”, de Karl Marx, pues carecían de medios para adquirir toda aquella obra. Al día siguiente, regresaron con cierta pesadumbre, reconociendo estar arrepentidos. No podían robar libros a una librería como ISADORA. El desenlace final fue una buena oferta por parte de los libreros y un abrazo de paz. Había otras historias que merodeaban los escenarios del “Ulises” de James Joyce.
Con el tiempo, ISADORA, tras ofrecernos el sabor inolvidable de nuevos valores, se convirtió en un foco de cultura donde se aunaba pensamiento y arte. Ese era el espíritu de una vanguardia que nos abría las puertas de Europa. La lectura nos acercaba al mundo de la ideas, pero también al mundo de la acción. Y más aun en una época oscura donde España había devenido un lago de agua estancada. La cultura, como arma de la utopía, aglutinaba cuerpos y mentes que desafiaban un futuro incierto. Un día, aquel espacio de luz tuvo que pagar un precio muy alto. A altas horas de la noche sufrió el zarpazo de la bestia herida, haciendo añicos las vitrinas y los escaparates.
iV
Poco a poco retornaban los intelectuales exiliados, que dejaban atrás años de olvido y de oscuridad, y uno aprendía cosas de una historia que nunca le habían contado. Había presencias únicas e irrepetibles. A veces se presentaba, como una aparición, la figura frágil y delicada del poeta Juan Gil-Albert, abatido por el exilio y con la mirada perdida en un crepúsculo cuajado de silencios. El encuentro del escritor y el librero se envuelve en un aire de sencillez familiar. A través de sus ojos de niño, Aurelio deja vagar sus recuerdos hacia el espejo que flota en una nube de melancolía. Ambos hablan de tiempos lejanos, cuando Aurelio descubrió al autor a una edad temprana. El diálogo de sus pensamientos está hecho de versos de poemas y de dedicatorias de una belleza sublime que con los años sellaron una amistad profunda. Suele ocurrir entre escritores y lectores. Es fruto del placer de la lectura. Y por eso había días que los viandantes de la ciudad de Valencia se acercaban a ISADORA con el fin de saludar al poeta y comprar un libro dedicado como quien compra una joya. Uno de los amantes de la obra de Juan Gil-Albert es el escritor cubano Luis Ignacio Larcada, quien le organizó un homenaje en la casa de la cultura de Miami, la primavera de 2013. “Juan Gil-Albert: una lectura para quienes razonan”, donde habló de la relación del poeta de Alcoy con la librería ISADORA. A finales de los 80, el poeta cubano publicó un bello libro “La imagen que no se deteriora”, que incluye un poema titulado “Tienda de libros”, dedicado a Aurelio y Michel.
La figura que se refleja ahora en el espejo es la del pintor Ramón Gaya. Los seres somos esa colección de retratos detenidos en el tiempo, pero también esos cuerpos que se expanden en olas de sueños y caídas. Pese a los años, el pintor mantiene intacta la pasión por una pintura que se ve y se siente como una verdad del espíritu, despojada de toda certeza. Una y otra vez, con su intuición y su gesto natural, regresa al espacio único y prodigioso de “Las Meninas”. La conversación es tan clara y precisa como enriquecedora. No tiene otra patria que la de la pintura. En cada uno de sus cuadros busca reflejar instantes eternos. Vasos de flores, bodegones, paisajes y puentes de ciudades por los que discurren ríos caudalosos. Es un viaje que hace con la compañía de su extraordinaria mujer, Cuca Verdejo. Ambos se profesaban una admiración mutua.
Entre las cuatro paredes de este espacio sagrado se codeaban escritores consagrados con una nueva generación de autores, a quienes la lectura les había dado alas para perseguir el vuelo de la poesía. Tanto unos como otros exponían sus libros recién publicados en la estantería de las novedades, como un gesto de gratitud y reconocimiento. Todavía hoy los libreros reciben en su casa libros dedicados, como la obra “Maldita Comedia”, del poeta Juan José Romero Cortes.
Jóvenes amantes del arte visitaban con cierta asiduidad la librería. María Montes, Josep Hortolà, Cristina Navarro, Esperanza Fontecha, Santiago Cañamás y, en particular, Encarna Arnal, que un día, como muestra de su entrañable amistad, les sorprendería con un cuadro de la casa de campo de Aurelio y Michel, convertida también en un lugar de encuentro cultural, como una prolongación de la librería.
La literatura flirteaba con todos los movimientos culturales, desde el esoterismo al feminismo. Era todo un lujo tener como invitadas a grandes damas de la literatura, como Carmen Martín Gaite y Rosa Chacel. El escritor Luis Antonio de Villena llegó un día acompañado de Juan Gil-Albert. En el interior de aquel espacio se celebraban presentaciones de libros y encuentros fortuitos que de inmediato se convertían en tertulias literarias espontáneas. Todavía uno recuerda como inolvidables las fiestas señaladas de Navidad y Año Nuevo. Era un encuentro de amigos y clientes, donde se brindaba con vino dulce o coñac, con lo que combatían el frío de las noches invernales.
En el interior de la librería había momentos en los que surgían recuerdos. En un encuentro tan deseado como imprevisto, la periodista María José MUÑOZ PEIRATS, me contó su presencia en una conferencia en Madrid sobre la mujer en plena transición. Había asistido como representante del Partido Demócrata Liberal. Con la mirada iluminada recordaba una sala grande, completamente llena, donde había gente sentada hasta en el suelo. Ella hizo lo mismo y se dejó caer sobre la alfombra en un rincón. A su lado le sorprendió, inconfundible, Rosa Chacel. La periodista acababa de leer su novela “La Sinrazón”, sin duda una de sus novelas más interesante. Al hablarle de su obra le comentó que era una de las autoras más fascinante de la Literatura Española. Rosa Chacel sonrió lejana y le susurró: “No olvides que estamos en un mundo de hombres”.
V
Aún hoy, cuando regreso a la ciudad, pese a saber que la librería desapareció un día como por arte de magia, sin siquiera decirnos adiós, visito aquella plaza peatonal y tranquila, donde nació nuestro sabio Lluís Vives, que en sus últimos días imploró que el fuego de la Inquisición había de apagarse con las lágrimas del alma. Allí amé los libros. Allí aprendí a vivir. Allí crecí como escritor. Si bien al principio me siento indeciso y desubicado, golpeado por una confusa melancolía, de inmediato siento la fortuna de su aparición. Y al levantar la mirada, veo la librería con las luces encendidas. De inmediato abro el tarro de los recuerdos y las emociones me invaden al sentir una esencia llamada ISADORA. Una esencia extraída del fruto de las conversaciones sigilosas y de los pensamientos secretos, y que guardamos en nuestro corazón. A la vez, somos agua de fuentes y cascadas, y somos piedras de caminos y rocas de acantilados escarpados. Tenemos la fragilidad de los juncos y la robustez de los robles. Subimos cimas inalcanzables y sufrimos caídas imprevistas. Una esencia de la que echamos manos los días de adversidad para respirar profundamente y tomar aliento con el fin de proseguir el camino que nos lleva al infinito. Como siempre, antes de regresar a mi vida, adivino tras los cristales traslúcidos la sombra etérea de una Isadora Duncan que danza movida por las alas del viento, como una llama que nunca se apagará.
Ferran Cremades i Arlandis
Ciudad Jardín AUSIAS MARCH, otoño 2018